sábado, 29 de mayo de 2010

Las pioneras: Juana Manuela Gorriti




JUANA MANUELA GORRITI





Juana Manuela Gorriti ( de pie a la izquierda)


Nació el 15 de junio de 1818 en Horcones, campamento fortificado situado en Rosario de la Frontera (Salta). Pasó su niñez en Miraflores, a orillas del río Pasaje o Juramento, donde su familia poseía una estancia. La enemistad política de los Gorriti con el caudillo Facundo Quiroga significó su exilio y la confiscación de todos sus bienes en 1831.

Juana Manuela tenía 15 años cuando, a causa de la militancia unitaria de sus padres, debió emigrar hacia Bolivia, donde contrajo matrimonio con el militar Manuel Isidoro Belzú, quien llegó a ser presidente de su país y abandonó a su esposa cuando ella se iniciaba en la vida literaria.

Ella se instaló con sus dos hijos en Perú, donde fundó una escuela y convirtió su casa en un salón literario. Sus cuentos y novelas fueron publicados y difundidos en Chile, Colombia, Venezuela y Argentina y -luego de la caída de Rosas-, también en Madrid y París. En 1874 se estableció en Buenos Aires, donde se dedicó a recopilar e imprimir su producción y a escribir relatos autobiográficos, como el texto titulado Lo íntimo, editado luego de su muerte, acaecida en Buenos Aires, en 1892.


La historia de la novela en Argentina se inicia con la publicación de su relato La Quena, en 1848. Otros títulos, como Sueños y realidades (1875), Don Dionisio Puch (1869), Panoramas de la vida (1876), Misceláneas (1878), La tierra natal, Perfiles (1892) y Veladas literarias de Lima (1892), integran su extensa producción. La escritura de Juana Manuela Gorriti, innovadora del discurso femenino y el imaginario nacional, se va construyendo sobre su propia biografía, en la que se conjugan las incipientes historias nacionales de tres países: la Argentina andina, Bolivia y el Perú. En su producción es posible descubrir la forma en la que se creó un espacio femenino dentro de las comunidades de cada país, la historia de las representaciones nacionales formativas, el lugar de la literatura en las sociedades poscoloniales y la intimidad de las guerras independentistas, en las que a la mujer le cupo un lugar fundamental.

Fuente: Alicia Poderti en Portal informativo de Salta


Camila O' Gorman
(Fragmento) Juana M. Gorriti


"Llegamos a Buenos Aires, con la primera luz del alba, que bañó sus lucientes cúpulas de azulados tintes.

Yo interrogaba con una mirada ansiosa su vasta extensión.

-¡Tú la guardas en tu seno! -exclamaba-. ¿Cuál de tus almenadas azoteas, cuál de tus blancas bóvedas, cual de tus sombrosos vergeles la cobija? ¿qué hace ahora? ¿duerme reclinada con molicie en su lecho virginal? ¿Se despierta apartando con mano soñolienta los rizos de su negra cabellera? ¿Se baila triscando alegre con la onda de una fuente?

Desvariando así, saltaba a tierra y me internaba en las calles.

Contemplábalas con amor; habría querido besar el mármol de sus veredas, que había recibido la impresión de sus pasos.

Mi padre disipó aquel éxtasis, anunciándome que antes de entrar en la ciudad; y aun antes de ver a la familia debía dar al dictador cuenta de la misión que le confiara.

Y me llevó consigo a Palermo.

Rosas no estaba allí, y según se nos dijo debía hallarse en el campamento de Santos lugares, cuyo cuartel general estaba en el pueblo.

Al atravesar sus calles noté algo extraño en la expresión de los semblantes. Habríase dicho: una gran consternación, aun más, el rumoroso silencio de una terrible expectativa.

Fuenos imposible llegar a la presencia de Rosas, que se negaba a recibir aun a sus amigos.

Y como mi padre insistiera, dijéronle que el dictador había pronunciado una sentencia de muerte y no quería escuchar ninguna apelación.

Yo ignoraba quién fuera la víctima, y ya aquel fallo inexorable me horrorizó. ¿Cuál sería al saber que era una mujer?

Aparteme de mi padre, que se quedó aguardando una audiencia; y quise alejarme de ese lugar donde la mano del hombre iba a alzarse para destruir la obra de Dios. ¿Y en que, aun? ¡En su más bella creación! ¡una mujer!

Y me alejaba aterrado; porque parecía sentir caer detrás de mí el fuego del cielo.

Mas las avenidas del pueblo estaban cerradas por dobles filas de soldados; y en todas, un imperioso ¡atrás! hízome retroceder.

Desesperado de poder sustraerme al horrible espectáculo, cuyos siniestros preparativos tenía a la vista, quise apurar contemplándolo todo su horror.

Y fui a situarme entre los grupos de curiosos que con estremecimientos de terror tenían fijos los ojos en un edificio aislado cuyo aspecto lúgubre denunciaba una prisión.

Un nombre, el nombre de Camila O’Gorman, mezclado a exclamaciones de conmiseración y a extraños relatos, corría de boca en boca entre la multitud.

Aquel nombre no me era desconocido: más de una vez habíalo oído pronunciar unido a homenajes de admiración tributados a una beldad.

-¡Tan joven y tan bella! -decía uno.

-¿La conoces? -replicaba otro.

-Entrevila solamente a la luz de una vela cuando bajaba del carro en que la traían presa. ¡Muchacha más linda!... ¡Y sin embargo, caer en tal aberración!

-¿Cuál es, pues, su delito?

-Amar.

-¡Amar! Delito universal.

-Pero el hombre a quien dio su amor estaba ligado al altar.

-Tú estás mal informado. Lo amó cuando era libre todavía. Ella lo ha declarado en el interrogatorio. Es una dolorosa historia.

El amante, inducido en error por la presencia de un rival favorecido con la influencia del padre de su amada, juzgola infiel a sus promesas y en un arrebato de desesperación, huyó de ella, y fue a pedir en un país extranjero las órdenes sagradas.

Camila lloró la ausencia de su amante. A su vez creyose también, olvidada; y no pudiendo arrancar del corazón su amor volviolo a Dios: hízose devota.

Pasaba largas horas en el templo, ora entregada a fervorosas plegarias, ora elevando al cielo, en himnos de adoración, el tesoro de melodía que antes era el encanto de los salones.

Un día, en medio de los esplendores de una festividad religiosa, entre la augusta solemnidad de los sagrados cánticos, Camila oyó una voz que hizo descender su alma de las celestes esferas.

Era la voz de su amante, que apartándose del sacro ritmo, tornose un amoroso reclamo.

Y sus miradas se encontraron; y sus almas sedientas de amor uniéronse otra vez olvidándolo todo:

Ella, el honor, la sociedad, la familia.

Él a Dios.

¡Huyeron!

Huyeron, y fueron a extender su proscripta felicidad en un paraje ignorado, en donde no pudieron descubrirla ni las investigaciones de un padre irritado, ni los emisarios de Rosas, armados con las aterradoras órdenes de su dueño.

Pero ¿qué podrá ocultarse al ojo celoso de un rival vencido?

Desde la fuga de los amantes, el pretendiente desdeñado de Camila consagrose a buscarlos con todo el rencor aglomerado en su alma.

Oculto bajo diversos disfraces, recorrió el país, desde los arrabales de Buenos Aires hasta las más lejanas provincias. Visitó las ciudades, las aldeas, las aisladas cabañas de los campos; registró los más apartados rincones de los pagos. Todo inútilmente.

Rendido de fatiga, enfermo de despecho, llegó una noche a un pueblecito extraviado en las selvas correntinas.

La hora era avanzada, y el reducido vecindario dormía entre las tinieblas.

El siniestro peregrino sentose al abrigo de un árbol que crecía a la puerta de una casita blanca, extendiendo sobre ella su espesa fronda.

Tiempo hacía que se hallaba allí, con la frente entre las manos, hundido en acerbos pensamientos, que contrastaban con la calina apacible de la noche.

De repente, unida a los acordes del piano, una voz melodiosa elevose en medio del silencio, cantando la doliente romanza del Sauce.

Al escucharla, el caminante se alzó con un salto de tigre; y arrojándose sobre el lomo de su caballo, se alejó a toda brida.

Pocos días después, una partida penetró a mano armada en el tranquilo pueblecito; y cercando la casita blanca arrebató de ella a Camila y su amante, que fueron traídos a la presencia de Rosas, y pocas horas después condenados a muerte.

Un redoble de tambores interrumpió al narrador. Las campanas del pueblo tocaron a plegaria; la puerta de la prisión se abrió, y del fondo de su oscuro portal arrancó un grupo de soldados en cuyo centro venía una mujer vestida de blanco y cubierto el rostro con las ondas de una larga cabellera negra.

A su lado caminaba un hombre, vendados los ojos y arrastrando penosamente una barra de grillos.

Ambos se mostraban serenos, y escuchaban sin terror las tremendas exhortaciones de la última hora.

-¿Quién viene al lado mío? -dijo de pronto el sentenciado.

-Yo -respondió su compañera de suplicio-. ¡No temas! aguárdanos la dicha de morir juntos.

Un grito de espanto se exhaló de mi pecho.

Aquella voz del dominó negro: ¡era la voz del Maris Stella!

Fuera de mí, en un acceso de locura, arrojeme con ademán agresivo entre el grupo de esbirros.

Dos bayonetazos me echaron a tierra sin sentido; pero no antes de haber entrevisto bajo el fúnebre cendal de su negra cabellera el divino perfil de aquella que deslumbró mis ojos en el templo del Socorro.

El coronel se quedó solo, sentado al borde del camino, en tanto que nosotros, atravesando las lindas callecitas del pueblo penetrábamos, poco después, en el antiguo caserío de Perdriel, a donde nos dirigimos.

A la mañana siguiente visitamos el paredón de nuestra memoria.

A su pie una verde alfombra de vegetación alzaba floridos sus exuberantes vástagos; en sus grietas anidaban las tórtolas, y en su negra cima una alondra enviaba al aire alegres cantos."

http://www.camdipsalta.gov.ar/INFSALTA/jmgorriti.htm



EL ÁNGEL CAÍDO

CAPÍTULO VII

La fuga

Al anochecer de ese día, un coche cuidadosamente cerrado partió de la calle de San Pedro. Atravesó las de Plateros y San Agustín, torció a la izquierda y se dirigió a la portada del Callao.

En aquel coche iban dos personas: una mujer de edad madura y una joven.

La primera, grave y meditabunda, parecía haber tomado una penosa, pero firme resolución. La última lloraba en silencio con el rostro oculto entre las manos.

Cuando el ruido de las ruedas y de los cascos de los caballos se hubo apagado en la arena del camino, la joven levantó la cabeza y paseó en torno una dolorosa mirada.

La noche comenzaba a tender su velo sobre el pai­saje. Las copas de los sauces se dibujaban sombrías sobre el azul estrellado del cielo; el brillo cantaba entre la maleza, y la brisa empapada en los aromas del azahar, mecía con triste rumor las camas de los árboles.

La joven asomó la cabeza por el claro de la portezuela y miró hacia atrás.

La última vislumbre de Occidente se reflejaba con tintes rojizos en los blancos capiteles de la portada; y en el fondo oscuro de su arco, empezaban a brillar las luces de la ciudad.

--¡Lima!-- murmuró la joven. Y el acento con que pronunció esta palabra encerraba un mundo de dolor.

--¡Lima!-- repuso su compañera. --Lima, que ya no nos es dado habitar, hija mía, por más doloroso que sea abandonar ese hospitalario asilo de nuestra orfandad, donde hemos pasado días felices, a pesar de la suerte enemiga que, siempre obstinada en perseguirnos, me ha puesto en la necesidad de despedazar tu corazón.

--¡Ah! ¡mamá! ¿existía acaso esa necesidad? ¿No te he jurado no ver más a Felipe, con tal que me dejaras vivir cerca de él, respirar siquiera el aire que él respira?

--El honor y el deber me ordenan alejarte de él, Irene, el honor y el deber te ordenan a ti desterrar del corazón ese amor sacrílego. El honor y el deber, hija mía, tienen leyes severas, que no transigen con ninguna debilidad.

--Tienes razón, mamá, tienes razón. Ha habido momentos en que he querido rebelarme contra tus decisiones; pero mi fe en ti está demasiado arraigada en el corazón. He aquí, pues, tu hija, haz de su destino lo que mejor te plazca. Pide a Dios solamente que me dé fuerza para resignarme con su voluntad, y no sucum­bir en esta horrible prueba.

--Confía en su bondad, hija mía repuso la ma­dre, procurando afirmar su voz conmovida. Él, que tiene magníficas recompensas para aquellos que cum­plen su deber en la tierra, te enviará, no lo dudes, la paz y la dicha. Ahora lloras, pero después te regocijarás...

--¡Después!-- murmuró Irene --¡después! ¡qué siglos de dolor encierra esta palabra!

E inclinando la cabeza pareció hundirse en dolorosa meditación.

Entre tanto, el coche había dejado atrás los últi­mos árboles de la alameda, y rodaba sobre un camino polvoroso, bordado de altas malezas donde cantaban millares de insectos. Acercábanse a la «Legua», y ya a la luz de la luna se distinguían los pardos techos del «tambo»

De repente, un jinete que, embozado hasta los ojos, caminaba hacía rato a vista de los viajeros, pero guardando entre ellos una distancia calculada, puso a ga­lope su caballo.

El cochero, que sentado en el pescante cantaba descuidado, interrumpió su canción para mirar hacia atrás.

En ese momento, el jinete, que había emparejado el coche, dio un silbido.

Cuatro hombres surgieron de bajo de un matorral; dos de ellos detuvieron los caballos, y los otros se apoderaron de las viajeras. El uno ligó a la espalda las manos a la señora, y el otro puso a la niña desmayada en los brazos del embozado, quien acercándose al cochero, mostróle en silencio, pero con ademán imperioso el camino del Callao, tomando él el de Lima, a toda la carrera de su caballo.

Todo esto pasó en el corto espacio de un minuto.

La madre dio gritos espantosos; y ligada, como se hallaba, quiso arrojarse a tierra.

Pero de repente se detuvo pálida y anhelante. Un pensamiento horrible hirió su mente, secando sus lágrimas y cambiando su dolor en indignación.

--¡Infame hipócrita!-- exclamó --¡fingía resignación y se preparaba a huir con su amante! ¡Que la sangre de tu padre sea sobre tu cabeza, hija desnaturalizada! ¡yo te maldigo!

Y la desdichada mujer cayó desfallecida en el fondo del carruaje que por orden del raptor corría en dirección del Callao.

A la misma hora que los viajeros dejaban Lima, Salgar entraba en su casa después de la lista de las cinco.

Una mujer lo esperaba sentada en el umbral de la puerta.

--¡Inés!... Una carta suya, ¿no es verdad?... ¡Pero tú lloras!... ¡Dios mío! ¿qué ha sucedido?

--¡Ay! ¡Señor, ya su merced no verá más a la pobre niña!

--¿Qué dices?

--Acaba de partir para el Callao, y esta noche se da a la vela para España.

--¡Pérfida! me ha engañado. Anoche mismo me juraba seguirme y ser mía.

--No la culpe su merced. ¿Qué podía hacer la pobre niña? Su madre la domina; y cuando habló la señora, ella dijo siempre amén.

Pero en lo que pasó esta mañana, a cualquiera se la doy...

Figúrese su merced que de repente entraron a casa dos caballeros, y que la señora, que parecía esperarlos, hizo pasear a uno de ellos de la cocina al desván inventariándolo todo. Hecho esto, volvieron al salón, en donde uno de aquellos hombres, sumando el inventario, dejó un saco de oro y partió.

--He aquí, capitán Vázquez-- dijo la señora al otro que se había quedado en casa, he aquí la única for­tuna de la pobre viuda que lleva usted a bordo. ¡Ah! ¡cuán feliz salí de España y cuán desdichada vuelvo!... ¿Partimos hoy en fin?

--Esta noche, entre dos y tres sin falta. Desde esta mañana sopla una brisa magnífica.

--¡Loado sea Dios!

--Me llevo, pues, vuestro oro. He aquí mi recibo. Hasta la noche.

--¡Inés! ¡En nombre del cielo, acaba! ¿no ves que muero de angustia?

--A ello voy. Yo estaba escuchando, y cuando oí hablar de viaje, quise venir a avisar a su merced; pero la señora había cerrado la puerta y guardádose la llave.

A las cinco me llamó. No sé lo que había pasado. La niña lloraba amargamente sentada en un rincón; la señora estaba triste, y por momentos sus ojos se lle­naban de lágrimas.

--Inés-- me dijo, --¿quieres seguirnos a España?

--¡Ay! señor, aunque yo quiero tanto a la niña, sobre todo, esto de irme fuera de Lima se me hizo muy cuesta arriba. ¿Dónde hallaría yo en esos mundos de Dios nuestro regalo, el sahumerio, la mixtura, los lim­piones, Amancayes, el Puente, ¡bah! ¡imposible, impo­sible!

--¡Inés! ¡me estás dando ochenta muertes! ¿Qué te dijo para mí?

--¿La señora?

--¡Irene!

--Cuando la señora me dijo que era libre y que me quedara, y me dio toda esta plata... la niña me hizo, seña de que, me acercase con pretexto de acorchetarle el vestido; y me encargó de decir a su merced que le había sido imposible desobedecer a su madre; que iba a morir, eso sí, pero que su merced la olvidara.

--¡Ah! ¿creíste eso posible, Irene? ¡Yo te haré ver que te engañas! ¡yo te haré ver cómo sabe amar el corazón que te ama!

--¿Dónde va su merced, por Dios?

--¡A correr en pos suya, a arrojarme a los pies de su madre, a pedirle... o pedirle que me dé la muerte!-- dijo Felipe montando a caballo y partiendo a toda brida.

Las calles, la portada, la alameda; todo lo dejó atrás en breves instantes; y cortando con impaciencia las revueltas del camino, corría en línea recta, saltan­do tapias y matorrales, sombrío, silencioso, con la mirada, fija en el horizonte, pareciéndole a cada momento ver perderse en la azul lontananza, las blancas velas de la nave que le arrebataba a su amada.

De pronto, Salgar divisó un jinete que, corriendo en dirección opuesta, venia a encontrarse con él. Llevaba extendido entre sus brazos el cuerpo de una mujer cuya cabeza iba echada hacia atrás, y a la luz de la luna, veíase ondear al viento su larga cabellera.

A diez pasos de distancia, aquel hombre que había reparado en Felipe, torció hacia la derecha y dando espuela a su caballo, cogió un sendero que cruzaba los campos. En ese momento, la mujer que llevaba consigo, y parecía muerta o desmayada, se enderezó de repente, y tendiendo los brazos a Salgar, gritó con angustia:

--¡¡Socorro!!

Al eco de aquella voz Felipe se estremeció, y echando mano a la espada, se arrojó sobre el raptor.

Éste, viendo que le era imposible defenderse, soltó su presa y desapareció.

--¡Irene!-- exclamó Felipe cayendo a los pies de su amada.

Irene vaciló un momento, miró hacia atrás, divisó a lo lejos el coche en que se alejaba su madre; luego miró a Felipe, que la imploraba con ademán supli­cante.

--¡Oh! ¡madre mía! ¡perdón!-- exclamó --¡Yo había consentido en morir por obedecerte; pero no tengo fuerzas para volver a comenzar mi suplicio!

Y se arrojó llorando en los brazos de Salgar.

Para seguir leyendo esta novela de Juana M. Gorriti http://www.camdipsalta.gov.ar/INFSALTA/angelcaido.htm



Video: publicado en You Tube
From: AdrianaSimonettiArte | 14 de enero de 2010
Cortometraje documental sobre la vida de la escritora argentina Juana Manuela Gorriti.

Voz de Juana Manuela Gorriti: Adriana Simonetti
Relator: Adrián Yacoviello

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